8/31/2007

High mountain



Al alcanzar la cima de la montaña, tras varios días de escalada, no fue la belleza del paisaje lo que a Juan le llamó la atención. Un bolígrafo plateado brillaba semienterrado en el mismo suelo que pisaba, a seis mil metros de altura. Lo recogió del suelo y lo miró con detalle, parecía especial. ¿Cómo habría llegado hasta allí un objeto semejante? Seguro que algún alpinista lo ha dejado aquí por olvido, pensó. Lo guardó en uno de sus bolsillos y se sentó en una roca próxima para contemplar el inmenso valle verde que discurría a sus pies, entre las montañas.

Amparo era una persona de una belleza física extrema, su aspecto corporal le había proporcionado la mejor carta de presentación social posible, y muchas veces se preguntaba si todo lo que había conseguido en su vida se lo debía a sus capacidades intelectuales o simplemente a su cuerpo, lo cual le causaba tremendas depresiones. La última vez que visitó a su psicólogo éste le propuso escribir un diario, y desde aquel momento su vida había cambiado. Aquella libreta de cuadritos lo era todo para ella. Había descubierto que escribir era el mayor de sus tesoros y… lo había perdido. En un descuido había dejado su diario en la mesa de una cafetería y al volver a la misma varios días después nadie sabía nada del mismo. Regresó a su hotel con la intención de dar buena cuenta del tarro de somníferos que le habían recetado, su vida no tenía sentido, y ni la sonrisa del aquel simpático botones tuvieron el efecto analgésico que tienen las sonrisas sinceras cuando cruzó, cabizbaja, el inmenso hall de su morada vacacional.

Juan estaba a punto de firmar con su boli nuevo la cuenta de la habitación donde se había hospedado cuando, de repente, una joven se lo arrebató con ira de la mano al grito de: ¡Devuélveme mi diario!

Cuando Amparo se calmó pudo contarle a Juan su historia y éste le ofreció volver a la montaña donde había encontrado su bolígrafo; a lo mejor su diario también podía estar allí. ¿Cómo habría llegado el boli hasta la cima? Se preguntaban asombrados.

Llegaron a su destino tras varios días de escalada, buscaron y rebuscaron aquel paraje en busca del tesoro de Amparo, pero no lo encontraron. Lo siento mucho Amparo, dijo Juan. Ella no contestó, ¿la verdad?, no lo sentía. Durante el ascenso había descubierto otro tesoro: el amor; y sólo pensaba en la forma de poder expresárselo a Juan y en la manera de poder saber qué pensaba él, aunque la mirada de su ya conocido amigo de fábula hablaba por sí sola.

8/13/2007

Cuatro gatos



Augusto no cesaba en su empeño, toda su vida la había empleado en forjarse como persona, se había hecho a sí mismo, como todos, pero remando siempre en la misma dirección: la de la búsqueda del bien común.

Sus primeros pasos los dio de la mano de su padre, un anarquista de la CNT que murió joven, y del que recordaba aquella frase de: "cada ciudadano debe aportar a la sociedad según su capacidad y recibir de ella según su necesidad", pilar fundamental de su incombustible ideología. Los pasos de su adolescencia giraron en un principio entorno a la vida de Jesucristo. Jesús le aportó paz, entrega hacia el ser humano y amor, un amor incondicional del que hizo bandera. Al poco tiempo cerró la puerta. Si el mensaje estaba tan claro, ¿por qué la gente daba tantas vueltas a lo mismo? Si Jesús pedía dejarlo todo por el prójimo, y él podía entender que no era una cuestión material sino más bien humana e independiente de las riquezas de cada uno ¿por qué se obcecaban sus colegas en no comprender, en repetir y repetir encuentros y oraciones y no actuar? Si Dios estaba en los hombres, ¿por qué miraban tanto al cielo?

Sus siguientes relaciones humanas dieron con sus huesos en la política del Partido Comunista. El nuevo sistema le abrió los ojos a una nueva visión de la economía mundial, más justa y equitativa, más humana y menos corrosiva que el capitalismo en el que vivía. Al poco también cerró la puerta. No sólo no había fracasado el comunismo en todo el mundo, salvo raras excepciones, sino que además sus camaradas se quedaban en la teoría de lo que puede ser tras tres tragos de Ron, y el reflejo de su ideología en sus vidas se resumía en la querencia por el color rojo a la hora de adquirir un Audi.

Augusto siguió vagando hasta el día de hoy, próximo a su última exhalación. Pasaron muchos años en su vida y le ocurrieron muchas más experiencias de las que podemos describir en esta columna para definirlo como no se puede definir a ninguna persona de esa clase (¿Iluminado, loco?). Se despedía con la ilusión, al menos, de haber despertado en alguien la chispa necesaria que diese lugar a la verdadera revolución. No sabía que de personas de su estirpe, con él, se contaban en el mundo, por desgracia, cuatro gatos, y tres estaban en venta.

¿Por qué no?



Esta vez desvestiré mis letras de toda prosa y dejaré que descanse la poesía, aunque el comienzo diga lo contrario y se relíe en el mismo ritmo que marcaron mis pasos el mes pasado. Pero no. Quiero hablar sin rodeos, directo y al corazón o la conciencia, o al vacío si hace falta, pero hablar sin enmascarar las ideas.

¿Por qué, a veces, somos tan necios? ¿Por qué nos cuesta tomar conciencia de la importancia que tiene el lenguaje y su forma de utilizarlo? ¿Por qué no desterramos el no de nuestras vidas?

La primera palabra que desgraciadamente aprendemos en la infancia es este adverbio tan negativo como impedidor del desarrollo personal. La sociedad lo usa como medio de represión, para decirle al niño que no haga esto o lo otro; como medio de desprecio, sí de desprecio, porque cuando no se atienden los porqué de los niños se les está despreciando, en ese caso el no suele ir de la mano del sé y cuando el niño repite la pregunta se anula el sé y se añade el por qué junto, quedando, como ya saben, en consabido: porque no, y punto.

Interiorizado en lo más hondo de nuestra alma desde la infancia nos hace huraños y negativos, además de unos vagos de cuidado. No voy al campo, no quiero hablar contigo, no me gusta cómo van las cosas pero por supuesto no voy a hacer nada por solucionarlo, no, no, y no. Jueguen a combinar el adverbio, ya verán que no les resulta nada difícil.

¿Se imaginan qué pasaría si cambiásemos el no en nuestras expresiones por el sí? Sí, voy a hacer la cama, pero permíteme cinco minutos que ahora mismo me duele el lumbago. La respuesta del otro seguro que varía en forma y contenido. Sí, me voy a preocupar y a ocupar de que se solucionen los problemas. Sí, soy capaz, por supuesto y... es que hasta parece que las fuerzas nacen solas.

Os emplazo, amigos rebeldes, a montar una protesta veraniega de no caídos. Hasta que llegue septiembre, por lo menos el que suscribe, el último no que diga formará parte de este concluyente: ¿Y por qué no?