12/07/2007

Miserable


La noche de su vigésimo cumpleaños recogía las sombras de una tarde de sábado. El ocaso estaba en su punto culmen y todo estaba preparado, sólo faltaban las doce campanadas, como si de año nuevo se tratase. Alfonso iba a recibir su bautizo y nada podía quedar fuera del plan trazado.

En los años previos a su consagración como miserable se sembraron las semillas de su desgraciada personalidad. Hasta llegar al instituto no aprendió a dar nombre a su odio hacia los más débiles. Sabía que la mujer merecía una mano fuerte que la guiase porque así era en su casa. Comprendía que los negros y los moros nos querían quitar el trabajo y eran malos y sucios, unos animales, porque así lo decía su tío, que los conocía bien de haberlos explotado como patrón en Angola. Pero ignoraba toda esa teoría de la superioridad de la raza blanca, de la defensa de España, de los legionarios de un Franco que siempre había llevado en el corazón como el mejor de los abonos.

El acoso que siempre había dispensado a sus compañeros de clase, al gordito, a la empollona de las gafas, al delgaducho despeinado, le proporcionaba un placer inmenso. En el fondo siempre había sido un cobarde, un inútil apaleado por la indiferencia de su padre.

Qué pena que no se revelase contra las industrias que nos matan de cáncer, contra los políticos que nos meten en guerra y nos ofrecen trabajos basura, contra la incultura que nos hace esclavos de consumismo, contra su propio ser, porque la mayor de las luchas es la que se emprende contra uno mismo para ser uno mismo, contaminado de tanta basura mediática.

El don nadie encendió el mechero, sus nuevos amigos de esvásticas habían rociado con gasolina a un mendigo que dormía en un cajero.

Sonaron las doce campanadas.

No hay comentarios: