
Amaneció un nuevo día en su pequeño bosque de hojalata. Los rayos del sol penetraban entre las hojas plateadas de los árboles de chatarra, y sus sombras daban cobijo a las amapolas de chapas que crecían en aquel suelo de agujas rotas.
El joven se despertó, abrió la puerta de aluminio de su casa árbol de planchas de lavadoras viejas y salió al bosque. Todo seguía igual de gris. Se sentó a contemplar su hábitat y, mirando más allá de lo que habitualmente miraba, recordó algo que el día anterior le había llamado la atención. Al fondo, detrás de una rosa de lata, creyó haber visto un hada que resplandecía con vida humana, de tez sonrosada y alas de mariposa. Y aún creyendo que había sido sólo un sueño se encaminó hacia aquella rosa que parecía señalar la frontera de su triste paraíso. Encontró una puerta, la cruzó, y se halló flotando en un espacio de estrellas. A su espalda, una puerta abierta en un inmenso corazón daba forma a lo que había sido su casa, su pequeño planeta de hojas muertas.