
Su codicia le cerró los párpados y le proporcionó una nueva imagen virtual a base de Photoshops y luces de neón. El baile había comenzado y él danzaba al son de la música orquestada de la fiesta, rodeado de sirenas que lo agasajaban y que se rendían a sus pies. Alzaba su mano para tocar aquellas bellezas y al acariciarlas se convertían en Bin Ladens, esos billetes morados de quinientos euros que tan poco se ven. Le habían hablado del gozo que proporcionaban ciertas drogas, de la pequeña muerte a la que podían inducir, de la dulce separación de cuerpo y alma… Pero esto lo superaba, y él sabía de drogas. Se sentía grande y así actuaba ante sus amigos, hasta que aquél garrote crujió sobre su cabeza y lo borró, de un plumazo, de su propio paraíso. No era real, ni el garrote ni aquél edén. Seguía siendo el mismo que era antes, pero había probado la peor de todas las drogas: su propia avaricia.