12/11/2007

La caja de los deseos



Érase una vez un hombre que sólo quería un deseo. Durante mucho tiempo había vivido sin la necesidad de pedir nada a nadie, ni a ningún semejante ni a cualquier otro ente extraordinario o Dios supremo. Pero la vida cambia, y no veas cómo. Cuando menos te lo esperas el destino tira del hilo equivocado y la noche, espléndida, cálida y soñadora, se torna en pesadilla, frío y desesperanza.

Un solo deseo, una palabra mágica que le devuelva la distancia entre la razón y el corazón, qué abismo; entre la vida y la muerte, qué corta a veces; entre las pupilas de dos personas que se miran pero no se ven, porque se buscan en un futuro que nunca ha existido. Un solo deseo que aniquile de una vez esa sensación de pérdida, de caer sin resistencia hacia la profundidad del desconocimiento más profundo del qué, del cuándo, y del por qué se van las personas que más se quieren.

Érase una vez un hombre que buscó un solo deseo, pero no encontró ninguno, ni siquiera en proyecto, porque los deseos no devuelven ni regalan nada, no existen salvo en la imaginación de los soñadores, y él ya no sabía soñar.

¿Dónde había dejado su caja de sorpresas? Abandonada en algún rincón del pasado, llena de telarañas porque el pasado pesa y hay que vaciarse de él para seguir caminando. Y en el acto de descargarse del ayer también se olvidan talismanes y se dejan las ilusiones que un día nos hicieron crecer e hicieron crecer a otros.

Érase una vez un hombre que buscó su caja de los deseos, para sacar sólo uno y no la encontró, aunque la siga guardando en un pequeño rincón del corazón, tras una puerta a punto de abrirse.

12/07/2007

Miserable


La noche de su vigésimo cumpleaños recogía las sombras de una tarde de sábado. El ocaso estaba en su punto culmen y todo estaba preparado, sólo faltaban las doce campanadas, como si de año nuevo se tratase. Alfonso iba a recibir su bautizo y nada podía quedar fuera del plan trazado.

En los años previos a su consagración como miserable se sembraron las semillas de su desgraciada personalidad. Hasta llegar al instituto no aprendió a dar nombre a su odio hacia los más débiles. Sabía que la mujer merecía una mano fuerte que la guiase porque así era en su casa. Comprendía que los negros y los moros nos querían quitar el trabajo y eran malos y sucios, unos animales, porque así lo decía su tío, que los conocía bien de haberlos explotado como patrón en Angola. Pero ignoraba toda esa teoría de la superioridad de la raza blanca, de la defensa de España, de los legionarios de un Franco que siempre había llevado en el corazón como el mejor de los abonos.

El acoso que siempre había dispensado a sus compañeros de clase, al gordito, a la empollona de las gafas, al delgaducho despeinado, le proporcionaba un placer inmenso. En el fondo siempre había sido un cobarde, un inútil apaleado por la indiferencia de su padre.

Qué pena que no se revelase contra las industrias que nos matan de cáncer, contra los políticos que nos meten en guerra y nos ofrecen trabajos basura, contra la incultura que nos hace esclavos de consumismo, contra su propio ser, porque la mayor de las luchas es la que se emprende contra uno mismo para ser uno mismo, contaminado de tanta basura mediática.

El don nadie encendió el mechero, sus nuevos amigos de esvásticas habían rociado con gasolina a un mendigo que dormía en un cajero.

Sonaron las doce campanadas.